El día que Galiardo se hizo Don.
Hoy me he enterado de su muerte. Falleció ayer, viernes 22, Don Juan Luis Galiardo. Para mí pasó de maleducado a Don en solo cinco minutos. Dicen que la buena reputación se pierde en cinco minutos y tarda en recuperarse años. Yo siempre lo había pensado así hasta el año pasado, y esto va ligado a cómo saber utilizar el momento justo para manejar las emociones.
Conocí a Galiardo en la sala VIP de un aeropuerto, lugar que por otra parte no suelo frecuentar porque no es mi entorno natural de viajes, y cada vez menos, aferrado como estoy, como casi todos a la vida Low Cost. Sería, creo recordar, hará unos ocho o nueve años más menos. Nos conocimos en los servicios, uno al lado del otro, compartiendo pared para descargar la vejiga. Aquel hombrón, casi armario, descargó agua y aire por igual acompañados ambos sonidos, el flático y el orínico con un rugido gutural de alivio. Sin pedir permiso ni perdón, se dirigió al lavamanos se lavó y entró por donde mismo había salido. Yo me quedé un rato contemplando la escena y pensando, ya solo con lo mío, qué interpretación tan cercana a lo humana y a la vez tan carente de educación. Nunca fue santo de mi devoción, pero ese día cayó a lo más bajo de mis preferencias de los actores. ¡Habrase visto! me dije, ¡menudo cerdo!
Hace un año pasó por aquí por Tenerife con su obra 'El Avaro', el clásico de Molière. Era un cuatro de julio, lo recuerdo perfectamente. No me quedó más remedio que ir ante la insistencia de mis amigos y más, lo confieso, por Molière a quien nunca conocí de nada, que por Galiardo, a quien preferí nunca haber conocido. Era la última representación. Su presencia enorme y su ronco vozarrón llenaron el escenario, y también la sala, a pesar de que algunas butacas habían quedado vacías -que pena-. En un momento del final, dio dos pasos hacia el público, y lo tuve ahí, a seis filas de mis ojos, y de su cuerpo se salió el alma de actor, la del hombre que vivía con pasión su trabajo; y agotado, sudando porque allí lo había dejado todo, con aquella cara tintada de blanco escurrido por el sudor, y casi llorando nos imploró, que no dejáramos morir el teatro, que nos aferráramos a él, sobre todo al clásico. Me levanté como un resorte y aplaudí y tras de mi, todo el Teatro. Ganó el actor al necio, y pasó en cuestión de segundos del infierno de mis preferencias al trono de mis ideales, porque no hay nada que yo más quisiera que morir sintiendo que soy quien siempre he querido ser.
Mis mayores respetos, Don Juan, Sr. Galiardo. Llévate un último aplauso.
Conocí a Galiardo en la sala VIP de un aeropuerto, lugar que por otra parte no suelo frecuentar porque no es mi entorno natural de viajes, y cada vez menos, aferrado como estoy, como casi todos a la vida Low Cost. Sería, creo recordar, hará unos ocho o nueve años más menos. Nos conocimos en los servicios, uno al lado del otro, compartiendo pared para descargar la vejiga. Aquel hombrón, casi armario, descargó agua y aire por igual acompañados ambos sonidos, el flático y el orínico con un rugido gutural de alivio. Sin pedir permiso ni perdón, se dirigió al lavamanos se lavó y entró por donde mismo había salido. Yo me quedé un rato contemplando la escena y pensando, ya solo con lo mío, qué interpretación tan cercana a lo humana y a la vez tan carente de educación. Nunca fue santo de mi devoción, pero ese día cayó a lo más bajo de mis preferencias de los actores. ¡Habrase visto! me dije, ¡menudo cerdo!
Hace un año pasó por aquí por Tenerife con su obra 'El Avaro', el clásico de Molière. Era un cuatro de julio, lo recuerdo perfectamente. No me quedó más remedio que ir ante la insistencia de mis amigos y más, lo confieso, por Molière a quien nunca conocí de nada, que por Galiardo, a quien preferí nunca haber conocido. Era la última representación. Su presencia enorme y su ronco vozarrón llenaron el escenario, y también la sala, a pesar de que algunas butacas habían quedado vacías -que pena-. En un momento del final, dio dos pasos hacia el público, y lo tuve ahí, a seis filas de mis ojos, y de su cuerpo se salió el alma de actor, la del hombre que vivía con pasión su trabajo; y agotado, sudando porque allí lo había dejado todo, con aquella cara tintada de blanco escurrido por el sudor, y casi llorando nos imploró, que no dejáramos morir el teatro, que nos aferráramos a él, sobre todo al clásico. Me levanté como un resorte y aplaudí y tras de mi, todo el Teatro. Ganó el actor al necio, y pasó en cuestión de segundos del infierno de mis preferencias al trono de mis ideales, porque no hay nada que yo más quisiera que morir sintiendo que soy quien siempre he querido ser.
Mis mayores respetos, Don Juan, Sr. Galiardo. Llévate un último aplauso.
Comentarios
Cuando el alma habla, eso, eso es ya otra cosa
Un abrazo
Fantástica reseña.
Como bien dices Miguel Angel, ¿quien no desearía morir haciendo aquello que siepre soñó?... y haciéndolo tan bien como el Sr. Galiardo sobre las tablas, ese lugar donde el actor se hace grande y su espiritu perdura.
Un saludo y felicitaciones por tus letras.