Señales
Lucía se despertó sobresaltada. Fermín, ¿qué
es ese ruido? Son los gatos aullando, están en celo, le contesté. Tomó mis
manos entre las suyas y las posó en su vientre, como para evitar que se
escapara la vida que albergaba dentro. Dan miedo, parecen los llantos de
cien niños, no me gustan esos quejidos, me dijo. Duerme tranquila Lucía.
Solo son gatos.
***
Lucía rompió aguas un siete de febrero por la
tarde y pronto se hicieron apremiantes los dolores. Nos cogió por sorpresa
porque faltaban algunas semanas para que saliera de cuentas, así que casi no me
dio tiempo de prepararlo todo: mantas, paños limpios y el agua caliente,
siguiendo las instrucciones que me había dado la partera por la tarde.
No puedo evitar leer lo que hay escrito en los
estigmas del rostro de las personas, sobre todo cuando estoy intranquilo. Busco
en los surcos de la cara el rumbo de los hechos, pero cuando me fijé en la cara
de Juana la partera, vi que sus arrugas eran un mapa indescifrable lleno de
señales contradictorias. Tenía los labios cuarteados, lo que denotaba cómo al
apretarlos daba mayor intensidad a sus manos para ayudar a parir. Por otro
lado, su frente estaba llena de arrugas: las había horizontales para expresar
alegría y también perplejidad o extrañeza, pero también las había oblicuas
trazando dos líneas que empezaban por encima de sus cejas y acababan en punta
justo a la altura del entrecejo, signo inequívoco de expresiones de enfado o de
impotencia.
Yo esperé fuera de la habitación dando paseos
en el corredor, primero a pasos largos y luego cada vez más cortos conforme
pasaba el tiempo. A cada paso que daba, las maderas bajo mis pies se dejaban
oír, y en su chirriar se intuía un lamento, que acompañaba los gritos de Lucía
que a ratos eran como los alaridos de quien intenta echar el alma por la boca.
La espera fue larga y las señales hacían que
aumentara mi angustia. Miré por la
ventana cómo la luna llena escondía su cara tras un tupido tul de nubes,
y no pude evitar que en mi cabeza se mezclaran las líneas de la cara de doña
Juana, los quejidos de los gatos las últimas noches o el chirriar de las
maderas que semejaban llantos. Todo a mi alrededor me decía que aquello no iba
a acabar bien.
Por fin Lucía dejó de gritar. El silencio cortó
el aire y me detuvo en seco. Dos golpes, luego tres y nuestra hija lanzó un
grito. Ciertamente parecía el aullido de un gato. Me dejé caer al suelo
resbalando por la pared, y con las manos me tiré del pelo, y solté por los ojos
toda la angustia que llevaba dentro, llorando y riéndome a la vez por sentirme
idiota de haber pensado que los destinos estaban escritos y se podían descifrar.
Doña Juana tardó en salir. Cuando lo hizo, yo seguía allí sentado en el suelo. Levanté la vista
para mirar su cara y vi que algunas arrugas habían desaparecido mientras otras
se mostraban con mayor nitidez, sobre todo las dos líneas oblicuas apuntando a
su entrecejo. Sus párpados estaban caídos y sus labios apretados no mostraban
sonrisa de satisfacción sino un atisbo de impotencia. No hubieron palabras. Me
levanté de un salto y entré corriendo en la habitación conteniendo la
respiración. Suspiré con alivio al ver cómo nuestra niña, envuelta en una
manta, se contorsionaba como una oruga y ronroneaba como un gato. Luego miré a
mi derecha y vi a Lucía en la cama. Me acerqué. Estaba allí muy pálida y
empapada en sudor. Sus ojos me miraban relajados, abiertos pero apagados,
silenciosos. La sangre derramada en el suelo de la habitación calló para
siempre el chirriar de las maderas.
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Requetebueno
Un abrazo