Búsqueda (y 2)
–Es que no se
por donde empezar. Me impregné de él. El olor lo llenaba todo, su olor. Era
suficiente la luz de las velas. Sus llamas vibraban a mi paso como acompañando
mi ritmo pausado. No me atreví a encender la luz por no romper el equilibrio,
la magia que allí existía. Temía que si lo hacía, todo se desvanecería y se
escurriría de mis dedos. Estaba tan cerca de tocarlo… De reojo, a la derecha, vi
la alfombra al pie de su cama. No la pisé y miré hacia el otro lado, a mi
izquierda. Después de su advertencia de no pisarla, pensé que no era digna de
mi mirada. Allí, a la izquierda, había un mueble estantería de madera con pocos
libros y muchas piezas. Piezas sin valor, baratijas a los ojos de un profano,
pero por un momento me pareció verlo recogiéndolas del suelo como si quisiera
llevarse a su casa trozos de mundo que encerraran la esencia de sus antiguos
dueños que, por las formas, se intuía que habrían sido femeninas: pequeñas
cuentas de collar, minúsculas trabas de pelo,... Parecía un orfanato de vidas
abandonadas que él hubiera acogido con esmero. Todas descansaban en su sitio,
ordenadas de mayor a menor, o por colores, buscando que se sintieran cómodas,
mejor que en su vida anterior.
Al lado había un
escritorio también de madera. Todo era de madera; es como si la naturaleza
necesitara reivindicar su presencia en aquel santuario. Su cama también. Tonos
oscuros, colores de nogal o madera oriental, colores vengué. El escritorio
había perdido hacía mucho tiempo su función, lo intuí por el poco espacio que
lo separaba del pié de la cama, imposible sentarse allí sin estar incómodo, y
por la silla que lo acompañaba que se encontraba rota, subrayando con su
lamentable estado el motivo de su presencia: mantenerme en pie y mirar el
conjunto desde mi posición. Dentro del escritorio había muchas libretas
apiladas en perfecto orden. Abrí algunas al azar y a la luz de una vela leí lo
que en ellas había. Eran frases, pensamientos, propios y prestados, escritos
con un trazo esmerado propio de otras épocas donde las prisas del día a día no
se habían comido aún el sosiego de las manos. Poco a poco fui levantando la
mirada y encontré varios objetos que a modo de santuario coronaban su escritorio.
Todo estaba donde tenía que estar. El conjunto semejaba un triángulo perfecto
con tres vértices muy destacados. A mi derecha la figura de un bufón, esta vez
no de madera sino de metal, que sostenía en una de sus manos la imagen de una
pareja y a la izquierda un guerrero. Me pregunté por qué la pareja en el lado
del bufón y no en el centro o a los pies del guerrero. Me contesté yo misma. Tal
vez esa era su idea del amor, un poco de risa, un poco de locura. En el vértice
superior, coronando el conjunto como una virgen, la Monalisa, la perfección de
la belleza. Aquel altar tenía el conocimiento en la base, el contrapeso de la locura
y mofa del bufón y la solidez y fuerza del guerrero, uno a cada lado, y arriba
la belleza, la aspiración, el anhelo, el motor que guía su mirada, lo que le
llevó hasta mí. Giré sobre mis pasos y lo encontré en un rincón, agazapado, sentado
sobre la alfombra en una zona de penumbra, en posición de meditación, mirándome
con sus ojos profundos. Esta vez no era mi imaginación, era real. Se había
deslizado como un gato sigiloso y me había ido arrinconando, haciéndome sentir
como un ratón que había sucumbido a la curiosidad o al olor de su cuerpo. Jugueteó
conmigo, siempre le gusta jugar. Su mirada era la de siempre: profunda y juzgadora,
pero en perfecto equilibrio con su sonrisa abierta, afable, segura de que va
siempre por delante de mí, esa que hace que mis piernas flaqueen. Me abrió sus
brazos y me dijo, descálzate y pisa mi
alfombra, ven. Me arrodillé a
su lado y me recosté. Apoyé mi cabeza en sus piernas y me dejé dormir mientras
me acariciaba el pelo. Mi corazón se pausó, casi se llegó a parar. Antes de que
ocurriera le dije te quiero. No me contestó.
Comentarios
El deseo, la súplica silenciosa, la ¿prepotencia? del que se sabe con el poder.
Me ha hecho vibrar, aunque no siempre de emoción. A veces, también de rabia. Es muy bueno que un texto despierte tantas emociones.