Conversaciones de verano
Días contados. Llevo cinco días solo, cinco días de
vacaciones. Miro a mi alrededor. Estoy sentado junto a mi lugar de trabajo, a
escaso metro y medio de mi despacho, y lo veo tan lejos que no lo puedo
alcanzar por mucho que estire mis brazos y los dedos. Me caería si lo intentara. Ayer, mi hijo y yo,
jugábamos a calcular el hondo de una piscina haciendo medidas indirectas en
base a lo largo de nuestros cuerpos tocando el fondo con los pies y estirando
los brazos hasta tocar el aire con la punta de los dedos. “Creo que son dos
metros y medio, papá”, “puede ser, le contesté”. Conversaciones profundas, como
veis, conversaciones de verano. Hablamos de más cosas, pero esta conversación
se me quedó clavada, no sé muy bien por qué. Quizás sea porque me percaté ayer de que está casi tan
alto como yo. ¿Dónde he estado todo este tiempo? Supongo que trabajando.
Juegos a trasluz - Fotografía: Miguel A. Brito |
Las vacaciones van de eso, de distancias, pero no sólo de poner tierra de por medio entre nosotros y el trabajo, sino de poner poca o casi nada de distancia entre nosotros y nosotros. Algunos compran esa distancia a golpe de tarjeta, otros, los más acertados, la compran a golpe de vivencias aunque esto no les cueste ni un euro. El gran
error está en pensar que sólo disfrutan de vacaciones aquellos que tengan
dinero suficiente para poder pagárselas, y no puedo negar que me atrae mucho estar
estos días en Zanzíbar (sin ir más lejos) y no a metro y medio de mi despacho,
pero créanme, no va de distancias geométricas o geográficas las vacaciones: no
estamos hablando de geo-vacaciones, aquí se trata de tener ocio, lo contrario
del neg-ocio, que como veis, etimológicamente hablando, es una palabra que surge
desde la negación al descanso. Si sentimos que necesitamos más dinero del que
ganamos para alejarnos del trabajo comprando millas náuticas, es para
hacérnoslo mirar (lo del trabajo, digo).
Descansar, que
no vegetar. No nos confundamos, porque hay quién también concibe las vacaciones, después de un embarazo de
once meses -de trabajo-, como un efímero retoño de un mes de botadera como
llamamos por aquí. Es como entrar en encefalograma plano, en estado de
hibernación a 35 grados, durmiendo con los ojos entreabiertos, fijos en el
horizonte del mar o en la pantalla de la televisión o del smartphone de turno.
El despertar al trabajo treinta días después es brusco. El retoño, ese mes de botadera que hemos engendrado y criado con el sudor de nuestra frente, muere de muerte súbita, sin remedio. De él nada queda, ni tan siquiera una foto
que lo represente, porque las fotos que quedan son fotos sin alma, atardeceres
como todos los atardeceres, cañas sobre una mesa que puede ser cualquier mesa,
expresiones fingidas, caretas carentes de toda vivencia existencial. Pronto
quedarán olvidadas y no seremos capaces de recordar la fecha en que la hicimos, a qué
olía el instante, o si la cerveza estaba fría o caliente. No gastar no debe significar no invertir, en nosotros.
No hace falta mucho dinero para disfrutar de las vacaciones.
No hace falta mucho dinero para comprar momentos o lugares. No hace falta
dinero para llenarnos de experiencias. Sólo hace falta abrir bien los ojos y no
tenerlos entreabiertos, y no vestir de pereza el ocio, no sea que nos hagamos
perez-ocios en plenas vacaciones, que es tanto o peor que ser perezosos en el
trabajo.
Zanzíbar está bien, pero
un día de piscina también. Todo depende de lo que necesitemos y lo que nos podamos permitir para estar lejos
del trabajo y cerca de nosotros, si coger un avión, o tener el trabajo a metro y medio, justo más allá de la frontera
de nuestros dedos.
Comentarios
Yo no necesito huir de mi casa. Tampoco necesito huir de mi. Para descansar no encuentro mejor lugar que mi casa. No soporto esos viajes maratonianos llenos de actividad y largas esperas en aeropuertos y donde tienes que hacer cola por todo. No entiendo que las vacaciones sean en Agosto... no entiendo tantas cosas.
Puedo pasar las vacaciones en mi casa. Aunque claro, vivo en un paraíso donde tengo la playa y el mar a 10 minutos, la montaña a 20 minutos y la urbe no me come.
Lo mejor de la vida sigue siendo gratis.
¡Felices vacaciones!
Catherine, muchas gracias por tus palabras. Ese camino de ida y vuelta de 60 kilómetros seguro que vale la pena. Me parece verte en esa travesía haciendo planes de continuidad de ti misma, que es al fin y al cabo de lo que se trata vivir: transitarse.
Un abrazo a los dos.
De aquí en once meses intentaré invertir (el proceso de la vorágine vital, básicamente).
Hasta entonces, releeré estas reflexiones.