Búsqueda
–Juegas con ventaja. Vas
siempre por delante de mi. Tú me desnudas cada vez que quieres y yo no he
llegado a ver más allá de tu polla. Así se lo dije.
–¿Y él qué hizo?
–Él me miró, se
sentó en su silla del despacho tras su enorme mesa sobria y marrón y me señaló
con un gesto de su cabeza el camino del pasillo, y me dijo: anda y ve tú sola. Soy todo tuyo. Tienes mis
puertas abiertas. Mira mis notas, husmea en mis rincones, pero por nada del
mundo pises la alfombra de mi habitación. No estás preparada. Debemos hacerlo
juntos. Cuando acabes vuelve y dime qué ves.
–¿Y entraste?
–Sí. Entré.
–Cuenta.
Título: Muchacha con zarcillo de perlas Aut.: Johannes Vermeer (1.665) Óleo sobre tela 44,5 x 39 cm Casa Maurits (La Haya) |
–El pasillo de
su piso es estrecho, estrecho y corto. Como él, no deja adivinar lo que te vas
a encontrar, es un preámbulo descafeinado, una fachada. Es un pasillo cuyo
único mobiliario es una estantería con libros, libros que no me decían nada,
algo de arte y un poco de música, nada que no supiera por sus gustos
confesables. De lo que allí me encontré, solo vi algo que me llamó la atención,
una reproducción de la “muchacha con un zarcillo de perla”. Es un cuadro de un
pintor holandés del que no me acuerdo su nombre pero en la mirada de esa chica
hay algo de indefensión, de inseguridad. Me recordó a mi, cuando acudí a su
consulta en busca de ayuda, era como mirarme en un espejo. Estaba perdida. Me
sorprendí pensando si la mirada y los labios entreabiertos de esa muchacha del
cuadro a punto de decir quiéreme,
eran lo que disparaba su cariño, si era compasión o ganas de protegerme y no
amor lo que sentía por mí. En busca de algo más avancé hasta el final del
pasillo. Había dos direcciones que tomar, una puerta a la derecha y otra a la
izquierda, ambas abiertas tal como me dijo. Tomé el camino de la derecha no se
por qué, supongo que los diestros estamos programados para elegir siempre esa
dirección y luego la otra por simple descarte. Cuando acabé la visita comprendí
que esa disposición era ciertamente premeditada. Él nunca deja de sorprenderme.
Conocerlo es como pelar una cebolla: capas y más capas. ¡Me desespera! Entré en
lo que debía ser una especie de despacho. No tenía las comodidades de una
estancia confortable, estaba preparada sólo para él y para no pasar mucho tiempo allí. Muchos
libros de consulta que tenían que ver con lo suyo, con su profesión. Había un
sillón que daba algo de miedo, de madera recia, oscura, muy incómodo, con
compartimentos donde esconder cosas y que no me atreví a abrir a pesar de la
curiosidad que sentía; me daba la sensación que, tras abrir alguno de aquellos
cajones, se asomarían sus ojos profundos para juzgar mis ganas infantiles,
siempre tengo esa sensación con él. Había también un armario. Por su puerta
entreabierta pude ver un perchero lleno de camisas en perfecto orden, ninguna
más larga que la otra, todas cortadas por el mismo patrón, a cuadros, a rayas,
con colores cálidos como sus abrazos, pero todas de manga corta, lo cual,
estando como ahora en pleno invierno y viendo su ordenador en la mesa en
posición de trabajo, me hicieron ver que aquella habitación era un tránsito
provisional en su vida, un lugar donde no encontrarse sino venir a buscar. Allí
no iba a encontrarlo tampoco. Levanté la vista y vi muchas flores pero ninguna
planta, flores colgadas en la pared, en lienzos, con frases escritas para
darles la vida que su inanimada presencia no podía dar, frases en algún idioma
oriental ininteligible, como una pista o un reclamo para que le tuviera que
llamar y que me explicara que era lo que allí decía. Me contuve por una vez en
mi vida por miedo a que si lo hacía acabara mi viaje y no lo llamé, solo miré
aquellas flores blancas y pensé que, si ellas me quisieran hablar, me hablarían
de aromas. Cerré los ojos y los olí. Percibí olores dulces que provenían del
otro lado de la casa, olores muy cercanos a los de su piel y su ropa. Provenían
del camino de la izquierda, ese que decidí arbitrariamente o premeditadamente,
aún no lo sé, dejar para el final. Me sorprendí riéndome sola, pensando que él
jugaba conmigo al cuento de Pulgarcito, dejando migas para seguir su rastro
guiada por su olor.
Me dejé llevar y
entré en su habitación…
–¿Por qué te
paras? Sigue contando.
Continuará...
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