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Mostrando entradas de abril, 2012

El color del miedo

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E ntraron en el mar. Era la primera vez que Luis sentía aquel líquido frío y salado rodeando su cuerpo. Las olas le tambalearon y pronto perdió sus referencias. Empezó a sentir miedo por no saber dónde se encontraba; se había desorientado. Se aferró con fuerza a las manos de Sonia. Ella era sus ojos. Luis se había perdido muchas experiencias en la vida a causa de su ceguera, pero después de conocerla, con ella  había descubierto más en unas semanas que en el resto de sus veinticinco años de oscura existencia.             –Tengo miedo. No me sueltes por favor –Luis temblaba algo por el frío y mucho por el miedo.             –No temas que no te voy a soltar –Sonia le intentaba tranquilizar–. ¿No te gusta?             –No, esto no me gusta. No es como cuando subimos a la Noria o cuando me enseñaste el tacto de la nieve en el Pirineo.             Una ola en ese momento le golpeó y Luis trastabilló. Sonia tuvo que esforzarse para que no cayera.             –Sácame de aquí, por favor

Abrazando cuervos.

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L as miro temeroso. Llegan oscuras como blancas sonrisas engañosas. Arañan hasta estigmar viejos surcos sembrados. En la estancia el dulce amarga, ya no huele a té afrutado. La herida se abre y cicatrizar no puede, y sangra: no hay agujas, ni guantes, ni manos, ni hilos,  ni ganas. Los cuervos esperan, acechan siempre que huelen sangre. Entran en las carnes abiertas, picotean escombros de entrañas: esas que aman como saben libres, cansadas de tejer sueños con lanzas. Barras de hierro cierran la herida: herrumbre gastada. Revolotean furiosos en negra maraña .  El aire falta. Graznan roncos estertores, rompen sus recias plumas con dolores consentidos. Abrazo mis carnes y me hago ovillo: se cierra la jaula, jadean dentro. Enmudece el silencio. supura la herida, se olvida el recuerdo.