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Mostrando entradas de marzo, 2011

Nonino

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         Sentado en su cama de hotel de mala muerte no apartaba la vista de aquel trozo de papel. El telegrama le estaba abrasando por dentro:  “Querido. Nonno murió anoche” -¿Pero qué estoy haciendo con mi vida?. ¿Qué hago yo aquí tocando esta mierda que a nadie le gusta?-.  En el camino de vuelta a su apartamento en Nueva York, donde sus dos hijos y su esposa le esperaban, no paraba de darle vueltas a todo. Su cabeza parecía un enjambre. Vinieron los sentimientos de culpa, desasosiego, frustración,... Se arrepentía de su empecinamiento en hacer ver a todos que su invento funcionaba, del abandono de sus raíces, de la quimera en la que había embarcado a su familia y que los estaba llevando a la ruina,... Se acordó de su padre. Del viejo Nonno. Llevaba tanto tiempo sin verlo. Sin abrazarlo.   - ¡Sos un engrupido!. ¡El tango no se puede fusionar con nada!. ¿Qué pretendés? ¿cambiar el mundo?-  Al día siguiente pidió a su familia que lo dejaran solo y se encerró en su habitación con su

Carmela

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  L a penumbra. Luces de colores. Amarillos, rojos, verdes, azules... Intermitentes. Centelleantes. Cuerpos bamboleantes, pivotantes. Golpes de bajos. Altos. Estridentes. El alcohol ya es anestesiante y los sentidos conscientes de Carmela no son ni sentidos ni conscientes. Carmela ya es puro instinto.             Carmela presiente que ahora si es Él lo que busca. Lo que lleva buscando desde que perdió lo que nunca ha tenido. Un sábado más apura sorbos negros al tubo de cristal. Bailes cada vez más insinuantes, rozantes, casi turbantes. Bailes y monosílabos ininteligibles por debajo del nivel de la música tronante. Cuando los sentidos inconscientes están a flor de piel, las palabras ya no son necesarias para decir lo que se quiere.             Vuelan los dos de la mano a posarse en el nido de Carmela. Un pico aquí. Otro allí. Besos y caricias iniciales, tentantes, dan paso a los abrazos.  Abrazos atenazantes. Lametones húmedos. Vuelve Carmela a buscar, por

Impulso Inevitable.

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          A quel día era igual a muchos otros: terraza, sol de tarde, café, la mesa más íntima del lugar... Su cantarina voz, alegre,  rebosante de melodía. Me encantaba su conversación. Llenaba un gran espacio vacío en mí. No recuerdo lo que dije aquella tarde que la hizo sonreir y por primera vez me fijé en sus labios que se abrieron para dejar escapar detrás de su hermosa sonrisa unos dientes blancos como las teclas de un piano. Siguió hablando después pero ya sólo escuchaba de fondo su música como formando parte de una película muda, de las de antes, donde importaba más el movimiento de su boca que el sonido de su voz. Sus dientes blancos se dejaban entrever curiosos apareciendo y desapareciendo rítmicamente tras sus labios. No pude evitarlo y acallé su voz con los míos, traspasando el límite en un breve instante entre la amistad pasada y un futuro incierto consecuencia de mi impulso. De aquel momento queda el sabor, el tacto, el silencio breve pero intenso, el arrebato correspondi

Dedos de cristal

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M ichel se frotaba las manos para mantenerlas calientes, a salvo del frío invierno del pueblo de Cliousclat, a las faldas de los Alpes Franceses.  Sus dedos eran los únicos que podían hablar de sus sentimientos encerrados en su frágil, enfermo y pequeño cuerpo deforme y a medio hacer:  13 años y apenas 80 cm de estatura y 18 kg de peso. Desde el camerino del teatro donde se celebraba el festival, escuchaba a los músicos tocar en el escenario.  -Son buenos- salió como un susurro de sus labios. -¿Saldrá bien?- se preguntaba. El piano se había convertido en su vida desde que con cuatro años su padre lo sentó en sus rodillas y puso por primera vez sus dedos sobre el teclado. Nunca lo pudo olvidar. De fondo, en la radio sonaba The Feeling of Jazz de Duke Ellington. Le encantaba. Aporreó el piano y ese día sintió que ese sonido lo acompañaría toda la vida. Se lo propuso hasta que hizo que su padre le comprara uno. Uno de verdad. Un piano que su padre tuvo que adaptar para que sus cortos

Clepsidra.

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La Clepsidra fue utilizado durante siglos por los antiguos egipcios. Se trataba de un reloj de agua cuya utilidad era medir el tiempo cuando se hacía de noche, sustituyendo de esta manera a los relojes de sol. Luis Feria, en el año 1983, escribió un hermoso poema llamado así, Clepsidra. No soy muy amante de los poemas. Es un género que estoy empeñándome en descubrir y que cada día me sorprende y engancha más. Luis Feria, poeta Canario, cayó en mis manos hace unas semanas, y les puedo asegurar que merece la pena ser leído. De verdad. Leyendo este poema pienso que Luis y yo, nos parecemos bastante. Espero que os guste. Clepsidra (1.983). No sueñes la vida; vívela viviendo o será mentira. Tu palabra, alegre; que quite la sed pero te dé fiebre. Leguas por andar; los pasos serenos y nunca llegar. Nada es para siempre; anoche, la lluvia, ahora el sol de frente.

Volver a Ser

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      E l viejo escritor llegó al pueblo que lo vio nacer. Llevaba ya unos años, buscando en su interior una inspiración que se le negaba, vaciado por dentro como estaba de tantas vidas y lugares creados y escritos.  Salió temprano por la mañana y los aires de primavera le recibieron abrazándolo como lo hubiera hecho su difunta madre si hubiera vivido aún. De aquellos años sólo quedaban vagos recuerdos en su memoria gastada.  Llegó a la vieja plaza que había sido testigo de sus correrías de juventud. Sus carreras para llegar al colegio, sus primeros escarceos de amor, el primer beso robado, a escondidas, en la noche... Se sentó en el viejo banco a observar y cerró lo ojos y sacó su libreta nueva de color verde, donde escribiría la que intuía sería su última obra literaria, más intimista, más autobiográfica: “Copas de laureles cubrían de un verde manto la plaza” escribió. Paró por un momento de escribir. El olor a pan recién hecho le trajo el recuerdo de domingos en casa, la matanza,