Carmela
La penumbra. Luces de colores. Amarillos, rojos, verdes, azules... Intermitentes. Centelleantes. Cuerpos bamboleantes, pivotantes. Golpes de bajos. Altos. Estridentes. El alcohol ya es anestesiante y los sentidos conscientes de Carmela no son ni sentidos ni conscientes. Carmela ya es puro instinto.
Carmela presiente que ahora si es Él lo que busca. Lo que lleva buscando desde que perdió lo que nunca ha tenido. Un sábado más apura sorbos negros al tubo de cristal. Bailes cada vez más insinuantes, rozantes, casi turbantes. Bailes y monosílabos ininteligibles por debajo del nivel de la música tronante. Cuando los sentidos inconscientes están a flor de piel, las palabras ya no son necesarias para decir lo que se quiere.
Vuelan los dos de la mano a posarse en el nido de Carmela. Un pico aquí. Otro allí. Besos y caricias iniciales, tentantes, dan paso a los abrazos. Abrazos atenazantes. Lametones húmedos. Vuelve Carmela a buscar, por enésima vez, aquello que perdió y que nunca ha tenido: en el dorso, en el pecho, en la entrepierna. Su tiempo acaba y busca. Busca y busca, rebusca. Los cuerpos ya desnudos comienzan a sudar por los embates pélvicos y lúdicos. Ahora sí los sentidos son totalmente inconscientes. Sólo queda pura rabia animal. Las uñas de Carmela crecen cinco, diez centímetros más para clavarse en Él, en un último intento por encontrar bajo su piel aquello que perdió y que nunca ha tenido. Vencida ya de tanto buscar y buscar, jadear y lanzar alaridos, caen los pellejos convulsos en el nido. Otra vez vacío.
El sol entra por la ventana a saludar a Carmela. Desnuda. Sola. Su cabeza no es suya. Un café la trae de vuelta. Un café que remueve convulsa para olvidar lo que ha sucedido. No volverá a ocurrir. ¿Otra vez?.
Comentarios
Y qué regusto tan amargo que me deja...
Chapeau!